Una promesa constante es el avance hacia la descentralización, un concepto anhelado por algunos, e idealizado por otros. Pese a su trascendencia, poco hemos discutido acerca de los procesos que habilitan su desarrollo, las reales ventajas que tiene para la generación de bien común o qué cosas deben descentralizarse.
Tulia Falleti, argentina radicada en Estados Unidos, ha estudiado este proceso en Latinoamérica e identifica 3 instancias que deben ser consideradas en el proceso descentralizador: el primero, la descentralización política, permitiendo que las personas escojan a las autoridades locales y que estas, tengan potestades suficientes para gobernar su territorio; la segunda, es la descentralización económica (fiscal), de modo que cada región pueda conseguir recursos a través de mecanismos propios (como los impuestos); y una tercera, denominada descentralización administrativa, que corresponde a las responsabilidades que asume cada zona del territorio en cuanto a la provisión de servicios, como la educación o la salud. Además, para ser efectivo, el proceso debe ocurrir en determinado orden, no de modo aleatorio, sino que requiere comenzar por la factibilidad de escoger autoridades, que dispongan de presupuesto necesario para llevar a cabo planes de gobierno y que, finalmente, les sean transferidas las responsabilidades administrativas desde el nivel central.
¿Cómo ha sido el proceso en Chile? En primer lugar, se generó la transferencia de responsabilidades, dejando en mano de los Municipios la gestión de la educación y la salud, para luego avanzar en la creación de autoridades electas -Alcaldes y, recientemente, Gobernadores Regionales- pero que cuentan con pocas competencias en términos del desarrollo de acciones reales en el territorio y con una pequeña capacidad de cobro de tributos, limitada -básicamente- a patentes comerciales y permisos de circulación.
Diversos estudios han buscado conocer cómo diversos servicios logran su mejor desempeño dependiendo de su grado de centralización, evaluando sus costos y la necesidad de especificidad en su prestación. Pongamos de ejemplo la defensa nacional. Ante una amenaza externa, lo prioritario será tener armamento a un precio razonable a través de procesos centralizados que logren economías de escala, y sea menos relevante la forma diferenciada de entrega del servicio público con características locales. Pero, ¿qué pasa con la salud? Y ¿con los conflictos socioambientales?
Aquí, a diferencia de lo ocurrido en defensa, probablemente lo mejor sea proveer atenciones y mecanismos preventivos que sean adecuados a las condiciones particulares de cada territorio, que probablemente sean más costosos que al pensarse en una escala nacional, pero que den soluciones a los problemas particulares de cada comunidad.
Sin embargo -hasta aquí- la discusión solo ha girado sobre los mecanismos políticos y administrativos que rigen el proceso, obviando que son personas quienes habitan el territorio, quienes viven diariamente las consecuencias (positivas y negativas) del modelo económico y social que se ha desarrollado en Chile. Entonces, ¿Qué rol le cabe a las comunidades?
El proceso descentralizador debe considerar mecanismos reales de articulación territorial y de participación ciudadana, vinculante e informada, de modo que las personas, tanto de manera colectiva, como individual, sean capaces de manifestar su interés, relevado ante las autoridades sus anhelos, opiniones, conocimientos y propuestas de solución, en un marco de reconocimiento cotidiano y de diálogo, de modo que sean actores activos en las decisiones que les incumben. También, debe considerar el fortalecimiento de espacios de encuentro y de procesos permanente de incentivo al voto, de manera que las agrupaciones políticas releven agendas que hasta hoy están invisibilizadas y que no son consideradas dentro de sus programas políticos.
Sin avanzar en lo antes descrito, el proceso será fallido y agudizará la crisis de confianza en la que se encuentra nuestra sociedad, propiciando espacios para el surgimiento de agendas populistas y alejando -una vez más- a las personas de los procesos políticos institucionales. Con ello, replicará los problemas del proceso centralizador, a una menor escala, sin lograr que sus beneficios llegue a las poblaciones más alejadas y vulnerables.